
La Nobel Herta Müller en el hotel Santa Clara, de Cartagena./ DANIEL  MORDZINSKI
  Por ANA MARCOS (Cartagena de Indias)
  Cartagena convierte al más gringo en un personaje caribeño. El Hay  Festival, además, lo acentúa. En el vestíbulo del hotel Santa Clara una fila de  escritores vestidos de blanco impoluto –guayabera y pantalón de lino, ellos;  vestidos vaporosos, ellas- espera la llegada del autobús que les llevará a la  fiesta de la ministra de Cultura de Colombia. La escritora Herta Müller (Nytzkydorf,  Rumania, 1953) deambula por el patio interior del hotel, a contracorriente. Con  camisa y pantalones negro, mochila negra y zapatos de tacón bajo, también negros,  escudriña su alrededor con esa mirada gélida que parece haberse detenido en la  Rumania de su juventud. 
    En una esquina del patio se encuentra  con Philipp Boehm, su traductor al inglés, y otro amigo y, entonces sí, la  Nobel de Literatura concede una sonrisa que resulta casi una exclamación en su  rostro cristalino enmarcado por una melena corta que se dispara en las puntas  hacia su interlocutor. Escoltada, Müller entra a formar parte del teatrillo. Su  presencia en esta cita cultural que se celebra hasta hoy en Cartagena,  se convierte en un recuerdo constante al pasado que aparece en sus libros. Hija  de un miembro del servicio secreto rumano durante la dictadura comunista de  Ceausescu -"que ha llegado a la tierra cantando canciones militares y ha dejado  cementerios en el mundo"-; y una madre, alienada en la represión tras cinco  años en un campo de concentración en Ucrania durante el régimen de Stalin, a  principios del siglo XX. Su vida en tránsito está marcada por el azar de la historia  de Europa Central en Rumania.  
Müller no reconoce ningún manual o  proceso creativo al enfrentar una obra, aunque encuentra en el lenguaje la  realidad, que en el cara a cara es incapaz de desentrañar. "Mi  niñera era el jardín de mi casa", cuenta. Con sus padres todo el día en el  trabajo y la inseguridad en el carácter, la escritora conversaba y se comía -literalmente- sus  plantas en busca de aceptación social. "Esto es la soledad, soy como una  hormiguita, me falta tiempo para adaptarme a la eternidad". En la botánica y  los animales construyó el universo dictatorial que le rodeaba. "Los grandes  árboles de los edificios oficiales eran crueles, las flores de los funerales de funcionarios, traidoras por marchitarse tan rápido,  solo me gustaban las populares, las de la gente".     
  Algo similar le sucedía con los  animales. "Alemania está llena de hombres-perro", explica. "Hombres a los que  les encanta mandar, dar órdenes". Los hombres-gato, por el contrario, representan la  independencia para Müller. "Dudo mucho que Hitler tuviera un perro", ríe en una  extraña mueca. 
  Miembro de una minoría germana de  suabos, el lenguaje que usaban sus vecinos campesinos se convirtió en su  particular objeto de resistencia cuando dejó el colegio para trasladarse a la  ciudad a cursar bachillerato. "El dialecto era algo sospechoso que provocaba  escepticismo en la sociedad", recordó la autora de Todo  lo que tengo lo llevo conmigo (2010). "Pronto me di cuenta de que la lengua que rechazaba tenía una  melodía, una parte poética muy interesante desde el punto de vista metafórico,  aunque en ocasiones suene dura y vulgar".
  La ciudad también le deparó el descubrimiento de las relaciones sociales.  "Yo siempre aprendí  que el silencio es una buena forma de comunicación, con los gestos y los  movimientos", cuenta una escritora que requiere de 45 minutos para liberar sus  brazos y así acompañar sus palabras. Una mujer tan reticente al contacto que ni  siquiera el protocolo social que impone un festival en pleno Caribe, le redime  del resoplido y la queja cuando un fotógrafo, un periodista o un fan se acercan  a conversar con ella. "En nuestra casa nos comunicábamos así, sabíamos qué nos  pasaba aunque no habláramos de lo que nos ocurría", continúa. "El silencio es  una gran dimensión, esencial en las dictaduras, muy importante al escribir". 
  Desde que a finales de los ochenta se  trasladara a Alemania, Müller escribe, habla y calla en alemán, aunque sea la  lengua que durante mucho tiempo compartió por imposición con sus carceleros.  "La Securitate me robó mi vida durante mi juventud y me la sigue quitando en la  actualidad acaparando mi tiempo con mis libros". Tal es el afán de aquellos que  intentaron acallar su voz y escritura que cuando Müller recibió el Nobel en  2010 recordó que "algunos exmiembros bromearon al decir que merecían la mitad  del premio por haber contribuido a crear las obsesiones de mi mundo  literario..." 
  			                                                                        
0 comentarios:
Publicar un comentario