martes, 22 de enero de 2013

Lincoln

Las Horas Perdidas
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Lincoln
Jan 23rd 2013, 03:00

Lincoln es un minucioso procedimental y es el retrato distante, de oídas, de un dictador en un momento puntual de su vida. Tomados por separado, dudo mucho que terminaran integrando los momentos más memorables de las carreras de los integrantes del film. Pero lo extraordinario de esta película es que ambas partes se combinan y retroalimentan entre sí para dar paso a una idea inmensamente más grande que la suma de sus ingredientes. El procedimental acaba convirtiéndose en un ejercicio sobre la imposición de la voluntad política, y el retrato del hombre se transforma en el examen de un tirano benévolo, elevado a deidad. Steven Spielberg da un gigantesco paso atrás para convertir Lincoln, más que en un film “personal”, en un ejercicio de equipo, centrado en el lado oscuro de la libertad. Y el resultado es, en su estado más puro, y con independencia de la acepción meramente cinematográfica, una obra maestra.

El film describe, durante los últimos días de la Guerra Civil, el proceso de aprobación de la 13ª Enmienda por la que se concedería la libertad de iure a todos los esclavos, bajo protección constitucional. El proceso es difícil a nivel político porque necesita apoyos de los rivales demócratas, y a nivel social porque la única forma de convencer al pueblo americano de que acepte la libertad de los esclavos es presentar ésta en forma de condición para alcanzar el final del conflicto. El problema es que Lincoln está a punto de conseguir la victoria por mera superioridad bélica, lo que invalidaría toda negociación, así que el presidente decide prolongar artificialmente el conflicto, sacrificando miles de vidas cada día que continúe un cada vez más difícil proceso en el Congreso.

Un hombre normal dudaría pero el Lincoln de Steven Spielberg, Tony Kushner y Daniel Day-Lewis no es un hombre normal. Un soldado negro ha recitado las últimas palabras de su discurso de Gettysburg –”…del pueblo, por el pueblo, para el pueblo” mientras le da la espalda, decepcionado. Esa misma noche tiene un sueño que le convierte en depositario y ejecutor de una idea cuyo momento ha llegado. Libertad. Ahora. Al precio que sea. Desangrará América, alienará a su familia y abandonará su humanidad porque ha visto los engranajes del progreso, sin importar lo costoso de su propuesta –en particular para los estados del Sur, sustentados en el esclavismo– o la utilidad práctica de la idea en ese momento concreto, en el que la libertad de un negro es el equivalente al descubrimiento del Bosón de Higgs. Próximamente provechoso, inmediatamente inútil.

Voluntad impuesta. “Ha construido este imperio con sangre”, le espeta Alexander Stephens, vicepresidente de los Estados Confederados (Jackie Earle Haley). Lincoln asiente. “Nos hemos permitido mutuamente hacer cosas terribles”, le dice su comandante militar, el general Grant (Jared Harris). Lincoln asiente, mientras proyecta una imagen exterior de confianza anclada en sus alienígenas capacidades oratorias. Thaddeus Stevens (Tommy Lee Jones), su rival dentro del partido, le ofrece una versión realista, quizás más factible, del proyecto. Lincoln la descarta, y saca las garras invocando el “inmenso poder”, casi divino, que le concede su cargo. Stevens es el ejemplo del Spielberg que está trabajando esta película, uno que evita enseñar su gran carta emocional –y Jones lo es, de sorprendente manera– hasta el último plano del film. Es el testigo de las maniobras de corrupción orquestadas por el presidente y es una víctima moral que se ve obligada a renunciar a sus principios en favor de una versión de la libertad con la que no coincide. Todos son víctimas alrededor de Lincoln. Su esposa es una víctima. Su hijo mayor es una víctima. Es un mito ahora, en nuestros días, pero ya era un mito antes. Y todos sufren por ello. Veréis votos, veréis discusiones, veréis largas parrafadas sobre los pros y los contras legislativos. Mirad con una perspectiva más amplia, no obstante, y veréis a un hombre explotando cada agujero legal, cada incongruencia burocrática y, de manera indirecta, cada debilidad humana en pos de un bien mayor. Más grande que un procedimental, más grande que un mero biopic.

¿Cómo se comporta Spielberg en este caso? Convirtiendo el film en la obra más democrática de su carrera. Sí, desde luego es una película “suya”. Lo es en los primeros diez minutos, donde nos coge de la manita antes de soltarnos en los pasillos del Congreso y que Dios nos guarde. Lo es en sus diez minutos finales, con una bochornosa e increíblemente forzada transición visual desde la llama de una vela. Lo es porque aborda marginalmente la relación de padres e hijos. Pero no lo es, porque en otro tiempo habríamos visto la historia a través de los ojos de Gordon-Levitt. Spielberg, ahora, se ha convertido en el padre. No lo es porque Spielberg no cierra el film con un Djimon Hounsou envuelto en seda blanca como una portada de un disco de Whitney Houston, como hizo en Amistad. No lo es porque cada vez que el antiguo Spielberg saca sus trucos de magia –la música de Williams que sube el decibelio justo, la cámara que se acerca unos centímetros al rostro de los personajes–, canta la traviata. El resto del film no moverá la cámara más de dos metros a lo largo del eje. Nunca antes ha estado tan concentrado en el plano fijo, porque nunca antes ha confiado tanto en las ideas de su guionista y en los recursos de su actor principal. Y es aquí donde Daniel Day-Lewis demuestra por qué es el mejor actor del mundo. Porque para.

Podría haber sido tan fácil que se comiera la película. Un personaje histórico, un plano fijo, un par de miradas, una mueca por aquí, otra por allá y de repente no vemos más que a DDL con una barba postiza masacrando al personal. Y se para. Se contiene. Advierte que Spielberg y Kushner intentan sugerir cosas, y él comienza a sugerir cosas, como su Newland Archer de La Edad de la Inocencia. Observad su increíble relación inerpretativa con Jones, cómo cede elegantemente al actor los mejores momentos del film, cómo respeta el margen de pantalla de Strathairn, Hawkes y Spader. Hay pocas cosas mejores en el cine contemporáneo que ver a Day-Lewis actuar, y es verle interactuar. Deja que su personaje se construya a través de lo que pone él, y a través de lo que ponen en él los demás. Nunca nos metemos en la cabeza del presidente. No del todo. Es un poderoso constructo a partir de las opiniones de quienes le rodean. Y lo que en otra película habría sido un síntoma de superficialidad, aquí es consecuencia del elevado al nivel al que opera. Lincoln es una película sobre una idea: getting shit done*.

*Además, fijáos en la hostia que le proporciona a Gordon-Levitt. Hostia fuerte, hostia precisa. Ocho partes de amor, una de puño, una de bofetada de zorra. Hostia de padre, de la que mantiene el hombro quieto antes de soltarla y no la ves venir. “Pero chaval cómo se te ocurre… HOSTIA”. En serio. Le van a dar el Óscar por esa hostia. Es Gilda-level.

Hace una semana que ví Lincoln. Recuerdo haber pensado durante un segundo “díos mío, que jodido tostón”, y al segundo siguiente pedir la canonización de todos sus implicados. Y pensé que podía dar más cancha al tema del esclavismo hasta que ví la conversación entre el presidente y la criada negra, la esencial, la que aborda la gran paradoja americana: un país construido sobre la idea de una libertad que se construye sobre los hombros de los esclavos. “Personalmente, supongo que al final me acostumbraré a ustedes”, dice el presidente. “Pero no sé qué les espera después de esto”. Y ya no me hizo falta saber más. La idea está ahí. “Soy solo una madre”, responde la criada. “¿Qué otra cosa espera que sea?”. Lincoln es un film con sentido del futuro, largoplacista, moralmente esquivo, aplicable a numerosos escenarios, que me resulta útil para la vida. En serio, no necesito saber más.

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