Esta año Jon, mi hijo de 6 años, está haciendo el primer curso de la educación primaria y como consecuencia de dejar atrás el preescolar los viernes traen siempre deberes para el fin de semana (“para fastidiártelo”, como decía mi abuela). No son muchos, no es para tirarse de los pelos, pues son un par de hojas, pero en nuestro caso son demasiado difíciles para niños de 6 años y tenemos que ayudarle sí o sí para que el lunes los lleve a clase hechos.
Tras varios fines de semana y tras varias hojas hechas me atrevo a criticar tanto el hecho de que los niños tengan deberes, pues pienso que no deberían tenerlos, y a criticar el tipo de deberes que les mandan, porque creo que los niños tendrían que ser capaces de hacer los deberes solos porque, ¿qué sentido tienen si los tenemos que hacer los padres?.
Nunca me han gustado los deberes
Como he comentado en alguna ocasión, nunca me han gustado los deberes. “Oblígame a hacer algo y empezaré a odiarlo”, es una frase que puede resumir perfectamente lo que sentía de pequeño al tener que sentarme a hacer deberes. Incluso llegué a odiar los libros y la lectura porque nos hacían leer libros y resumirlos después, o explicarlos en un examen. Madre mía, no sé a quién se le ocurrió la tontería de pretender que obligándonos a leer los libros nos gustarían más. Menudo lumbreras. Es como si ahora de repente le dijéramos a un niño que nos escribiera resúmenes de un mínimo de una página de los capítulos de dibujos que ve en la tele.
Ahora, años después, he superado esa aversión por los libros porque ahora me apetece leer. Tengo ganas de aprender cosas, de leer historias nuevas, de pasar las horas muertas pasando páginas y, os lo aseguro, esas ganas provienen de mí y no precisamente de todos los libros que me obligaron a leer.
Pues bien, los deberes no tienen por qué hacer que los niños aprendan más y sobretodo no lo conseguirán demasiado si no están motivados para hacerlos. En casa el momento de hacer los deberes es casi una odisea. El fin de semana lo dedicamos a hacer actividades que nos gusten a todos, a visitar familiares que no vemos durante la semana y a hacer un poco de deporte (bueno, sobretodo Jon, que hace hockey). Pues bien, después de todo eso, llegar a casa y ver la carpeta de los deberes desanima a cualquiera, y más aún por lo poco atractivos que son para los niños por estar muy mal planteados.
Cuestión de motivación
Digo mal planteados porque para que Jon haga los deberes, Miriam tiene que leer los enunciados y explicárselos. A veces incluso tenemos que leerlos los dos para entender qué preguntan, y a veces hasta nos hemos encontrado con otros padres y madres confesando no saber qué pedían. Esto puede llegar a ser un verdadero problema para muchos niños si desde el colegio se confía en que los niños aprendan cosas en casa, cuando muchos padres no conocen bien nuestro idioma, no tienen estudios medios, no saben inglés o, directamente, no entienden lo que se les pide y, en consecuencia, no pueden ayudar a los niños.
Cuando digo que hay que explicar los enunciados y ayudarle en los deberes quiero decir que en muchos momentos hay que ir diciéndole las respuestas, porque muchas preguntas son, seguro, para niños de mayor edad. Teniendo en cuenta que muchos de su clase empiezan ahora a leer un poco bien, es ilógico pretender que puede ser capaz de leer enunciados y preguntas y que puede ser capaz de responderlas.
De hecho, hace unos días le pregunté a Miriam qué pasaría si no le ayudáramos y ambos concluimos que los deberes llegarían casi vacíos al cole, pero no sólo los de Jon, sino los de todos los niños. O sea, que desde el colegio ya dan por hecho que los padres nos vamos a convertir en profesores el fin de semana.
Sin embargo, de igual modo que a mí mi padre nunca me ayudó con nada, creo que los niños tendrían que hacer en casa, como mucho, lo mismo que han hecho en clase: “hoy os hemos explicado este tema, pues vosotros lo reforzáis en casa”. Da la sensación de que en casa lo que hacemos es profundizar y explicar nuevos conceptos y con la metodología de ir respondiendo preguntas complicadas la cosa se vuelve más que tediosa, porque los niños no están muy motivados en rellenar las hojitas.
Además, en nuestra infancia no sólo éramos capaces de hacerlos, sino que nos sentíamos capaces de ello. Ahora, con deberes que necesitan de nuestro acompañamiento, los niños se dan cuenta enseguida de que ellos solos no pueden hacerlos, y no es muy educativo hacer cosas que ayuden a los niños a perder (o no conseguir) autonomía en la vida y el trabajo, digo yo.
Los deberes ideales
Me centro en hablar sobretodo de motivación porque los colegios más brillantes, los que han dejado de tratar de vomitar materias a los niños para que los niños luego las vomiten en el papel (deberes o exámenes), hace tiempo que no ponen deberes, pues los sugieren. Trabajan en clase de manera activa, los niños participan continuamente aportando información, no hay un timbre que diga que la clase se acaba, sino que se permite continuar una materia si los niños están muy interesados en ello (“que, ¿estás aprendiendo mucho? Pues venga, déjalo que son las doce y ahora toda otra materia”) y así, cuando llega el fin de semana se les dice a los niños que el lunes seguirán tratando algún tema y que pueden aportar aquello que encuentren durante el fin de semana.
Imaginad que habéis disfrutado de una clase y que, en vez de darte unos deberes aburridos que te quiten tiempo de hacer otras cosas te sugieren que busques información sobre ese tema para que el lunes la expliques a los compañeros. Un poco diferente, ¿no? Pues sí, los deberes que hace mi hijo son perfectos para conseguir que a los niños se les quiten las ganas de aprender, sobretodo si acabamos haciéndolos los padres. Los deberes más libres, los que invitan a los niños a profundizar en los temas, ayudan a pensar, ayudan a alimentar la curiosidad de los niños y les ayuda a aprender en base a sus motivaciones. Que se siga fallando en esto (después de ocho mil reformas educativas) tiene delito.
Fotos | Richard Masoner / Cyclelicious, Michael Bentley
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