Son las cinco de la tarde y Timoteo, un hombre rudo de unos 50 años, baja de los cocales con el machete en la mano y un pesado saco sobre la espalda. Se mueve parsimonioso hasta la puerta de madera roída de su casa y desaparece sin ni siquiera saludar a sus vecinos, que le dedican una mirada pesarosa. "Aquel era el hombre semáforo de la carretera de la muerte", comenta uno de ellos, sentado delante de su tienda de ultramarinos, en la que apenas hay más productos que unas cuantas cajas de cerveza. "Antes le iba muy bien, en Navidad tenía la cesta llena", prosigue, "pero ahora no tiene tierras y solo le queda trabajar de jornalero en las de otros".
Timoteo se paró durante años en los puntos más peligrosos de la carretera más peligrosa del mundo, un tramo serpenteante de 80 kilómetros que une La Paz con Coroico, el primer municipio turístico de Bolivia. Hasta hace una década levantaba un banderín verde o uno rojo para regular el tráfico de camiones de carga que cruzaban en ambos sentidos por lugares con menos de tres metros de ancho. Este camino rodeado por un precipicio sin fin, muchas veces tapado por la densa niebla o resbaladizo por la lluvia, era la única manera de trasladar las mercancías de esta zona minera a la capital del país más pobre de Sudamérica.
Durante todo el trayecto a ambas orillas aparecen cruceros en honor de los muertos. Algunos se deslizaban en las cataratas que cruzan la carreta, otros eran víctimas de los desprendimientos de los acantilados, producto de la intensa lluvia entre los meses de diciembre y marzo y del tráfico pesado. Todavía ahora, cada día de muertos, la carretera se llena de familias que suben con comida y bebida para recordar a sus seres queridos.
-¿Conoce a mucha gente de la zona que haya muerto en la carretera?-, le pregunto al tendero, que también se ha reconvertido en cosechador de coca.
- Demasiados-, responde con una media sonrisa de resignación.
La carretera de la muerte fue sinónimo de tragedia desde su construcción. En los años 30 presos paraguayos de la guerra del Chaco (1932-1935) se colgaban con cuerdas para picar la piedra de montañas que alcanzan los 4.000 metros de actitud. En esas inclementes condiciones de trabajo, muchos de ellos perecieron. Desde entonces, casi 100 personas murieron cada año en accidentes de tráfico hasta que hace 8 años el Gobierno boliviano construyó una nueva carretera que conecta con La Paz.
El nuevo camino dejó casi desierta la carretera de la muerte. Hoy apenas la transitan turistas que contratan tours en bicicletas para descender durante dos horas un tramo del mítico camino. Sin duda, se salvaron muchas vidas, pero en Yolosa, la péqueña comunidad del hombre semáforo, echan de menos el tortuoso sendero. Para sus habitantes, la carretera de la muerte era una fuente de vida. En los modestos comedores que alimentaban a los camioneros ya no hay comensales. Las estanterías de las tiendas están casi vacías. Y Timoteo ya no tiene cesta de Navidad.
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